"En dos o tres veces que tomó, para bajar, en estas semanas, aquel camino, Raimundo Silva no encontró al perro, y pensó que, cansado de esperar de la avaricia de los vecinos la ración vital mínima, habría emigrado hacia otros parajes más abundantes de restos, o simplemente le había acabado la vida por haber esperado demasiado. Recordó su gesto de caridad y se dijo a sí mismo que bien lo podría haber repetido, pero esto de perros, se sabe cómo es, viven con la idea fija de tener un dueño que les dé confianza y pan y los tenga como reyes para siempre, se nos quedan mirando con aquella ansiedad neurótica y no hay más remedio que ponerles el collar, pagar la licencia y meterlos en casa. La alternativa será dejarlos morir de hambre, tan lentamente que no quede lugar para remordimientos, y, si es posible, en las escaleras de San Crispim, por donde no pasa nadie."
[Barcelona: Seix Barral, 1990, p. 253.]:
En defensa de la educación y la ciencia
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