Hablando del amor, alguien trae a mí la explicación de la "simple decencia". Es el prólogo del libro de Vonnegut. Es un texto bastante largo y habla de tanto más que de la simple decencia, que aquí va:
Creo que esto es lo más parecido a una autobiografía que voy a escribir en mi vida. Lo he llamado Payasadas porque es un relato de poesía grotesca, circunstancial, como las películas del cine mudo —especialmente las de Laurel y Hardy, de hace ya tanto tiempo—.
Intento expresar cómo siento la vida: toda esa interminable serie de pruebas para mi limitada agilidad e inteligencia.
Creo que la gracia fundamental de Laurel y Hardy consiste en que hacían todo lo posible en cada prueba.
Nunca dejaron de transigir de buena fe con sus respectivos destinos, y eso les hacía tremendamente divertidos y adorables.
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Había muy poco amor en sus películas. A menudo aparecía la poesía circunstancial del matrimonio, lo cual era también algo diferente. Se convertía en una prueba más, llena de posibilidades cómicas, siempre que todo el mundo se sometiera a ella de buena fe.
Nunca trataban del amor. Y quizá debido a que, durante mi infancia y la época de la Depresión, fui instruido e intoxicado en forma tan definitiva por Laurel y Hardy, me parece natural hablar de la vida sin mencionar nunca el amor.
A mí no me parece importante.
¿Qué me parece importante? Transigir de buena fe con el propio destino.
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He tenido algunas experiencias con el amor, o por lo menos pienso que las he tenido. En todo caso, las que más me han gustado podrían fácilmente ser descritas como «simple decencia». Traté bien a una persona durante un corto tiempo, o quizá incluso durante un largo tiempo, y esa persona a su vez me trató bien a mí. No es forzoso que el amor haya tenido algo que ver con eso.
Además, soy incapaz de distinguir el amor que siento por la gente del amor que siento por los perros.
De niño, cuando no estaba viendo a algún cómico en una película o escuchándolo por la radio, solía pasar mucho tiempo revolcándome sobre la alfombra con perros cuyo afecto estaba desprovisto de todo sentido crítico.
Y todavía lo hago con frecuencia. Los perros se cansan, se sienten desconcertados e incómodos mucho antes que yo. Podría pasarme la vida en eso.
Hi ho.
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Una vez, el día que cumplía 21 años, uno de mis tres hijos adoptivos, que estaba a punto de partir al Amazonas con el Cuerpo de Paz me dijo:
—¿Sabes que nunca me has dado un abrazo?
Así que lo abracé. Nos abrazamos. Fue muy agradable. Como revolcarme en la alfombra con ese gran danés que teníamos.
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El amor está donde uno lo encuentra. Creo que es estúpido ir a buscarlo y pienso que a menudo puede ser venenoso.
Ojalá la gente que convencionalmente debe amarse se dijera en medio de una pelea: Por favor, un poco menos de amor y un poco más de simple decencia.
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Con toda seguridad mi contacto más largo con la simple decencia ha sido mi relación con Bernard, mi hermano mayor, mi único hermano, un científico dedicado al estudio de la atmósfera en la State University de Nueva York, en Albany.
Es viudo y educa solo a dos hijos pequeños. Lo hace bien. Tiene otros tres hijos que ya son mayores. A nuestro nacimiento recibimos dos tipos de mentes muy diferentes. Bernard no podría nunca ser escritor. Yo jamás podría convertirme en un científico. Y, como nos ganamos la vida con nuestras mentes, tendemos a pensar en ellas como si fueran aparatos, como si estuvieran separadas de nuestra conciencia, del centro de nuestro ser.
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Nos habremos abrazado unas tres o cuatro veces, con ocasión de algún cumpleaños probablemente. Y lo hemos hecho torpemente. Nunca nos hemos abrazado en momentos de dolor.
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En todo caso, las mentes que hemos recibido disfrutan con el mismo tipo de chistes: las cosas de Mark Twain, de Laurel y Hardy.
Son igualmente caóticas también.
Esta es una anécdota de mi hermano que, con pocas variaciones, se podría sin mentir contar de mí.
Durante un tiempo Bernard trabajó para el laboratorio de investigación de la General Electric, en Schenectady, Nueva York. Allí descubrió que el yoduro de plata podía hacer que cierto tipo de nubes se precipitaran en forma de lluvia o nieve. Sin embargo, en su laboratorio reinaba un desorden tan espantoso que un extraño podía morir de mil maneras distintas según con qué tropezara.
El oficial de la compañía encargado de la seguridad casi falleció de un infarto cuando vio esta selva de celadas mortales y trampas explosivas, y reprendió duramente a mi hermano.
—Si usted cree que este laboratorio no está en condiciones —le replicó mi hermano—, debería ver cómo está la cosa aquí.
Y se dio unos golpecitos en la cabeza con las puntas de los dedos.
Etcétera.
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En una ocasión le conté a mi hermano que cada vez que intentaba reparar algún desperfecto en la casa, perdía todas las herramientas antes de terminar el trabajo.
—Tienes suerte —me contestó— a mí siempre se me pierde todo lo que investigo.
Nos reímos.
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Pero a causa de estas distintas mentes que recibimos al nacer y a pesar de sus caóticas características, Bernard y yo pertenecemos a familias ampliadas artificialmente, lo que nos permite encontrar parientes por todas partes.
Él es hermano de los científicos del mundo. Yo soy hermano de los escritores del mundo.
Esto resulta divertido y al mismo tiempo consolador para ambos. Es agradable.
También es una suerte porque los seres humanos necesitan todos los parientes que puedan conseguir; no necesariamente como posibles donantes o receptores de amor, sino de simple decencia.
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Cuando éramos niños en Indianápolis, Indiana, todo hacía pensar que siempre tendríamos allí una amplia familia de auténticos parientes. Después de todo nuestros padres y abuelos habían crecido allí en medio de hordas de hermanos y primos y tíos y tías. Y además sus parientes eran todos prósperos, cultivados y amables, y hablaban alemán e inglés con suma elegancia.
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A propósito, todos eran escépticos en materia de religión.
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Cuando eran jóvenes se dedicaban a vagar por el mundo y a menudo vivían aventuras maravillosas. Pero tarde o temprano a todos se les decía que había llegado la hora de volver a Indianápolis y sentar la cabeza. Invariablemente obedecían. Tenían tantos parientes allí.
También había algunas cosas buenas que heredar, por supuesto: negocios sólidos, casas cómodas, sirvientes leales, crecientes montañas de porcelana, cristal y vajilla de plata, una reputación de trato honesto, y cabañas junto al lago Maxinkuckee, en cuya orilla este mi familia poseyó en un tiempo un pueblecito de casas de veraneo.
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Pero todo este autodisfrutar de la familia quedó, creo, mutilado para siempre por el repentino odio por todo lo alemán que se desencadenó cuando este país entró en la Primera Guerra Mundial, cinco años antes de que yo naciera.
Ya no se enseñaba el alemán a los niños de la familia, ni tampoco se les estimulaba para que admiraran la música alemana o la literatura alemana o el arte o la ciencia. Mi hermano, mi hermana y yo fuimos criados como si Alemania fuese un país tan ajeno a nosotros como Paraguay.
Nos privaron de Europa, con excepción de lo que pudiésemos aprender de ella en la escuela.
Perdimos miles de años en muy corto tiempo y luego miles de dólares, y las cabañas de veraneo y todo lo demás.
Y nuestra familia se hizo mucho menos interesante, especialmente para sí misma.
De modo que cuando ya había terminado la Depresión y la Segunda Guerra Mundial, ni a mi hermano ni a mi hermana ni a mí nos resultó difícil alejarnos de Indianápolis.
Y, de todos los parientes que dejamos atrás, no hubo ninguno al que se le ocurriera una razón por la que debíamos volver a casa algún día.
Ya habíamos dejado de pertenecer a un lugar en especial. Nos habíamos convertido en piezas intercambiables de la maquinaria norteamericana.
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Sí, y entonces Indianápolis, que había tenido una vez su forma peculiar de hablar inglés, sus chistes y leyendas, sus poetas, sus villanos, sus héroes, y galerías para sus artistas, se convirtió en una pieza intercambiable de la maquinaria norteamericana.
Era sólo un lugar más en el que había automóviles, orquesta sinfónica, y todo eso. Y un hipódromo.
Hi ho.
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De todas maneras, mi hermano y yo siempre volvemos para algún funeral, naturalmente. Estuvimos allí en julio para asistir al funeral de nuestro tío Alex Vonnegut, el hermano menor de mi difunto padre, prácticamente el último de nuestros parientes a la antigua usanza, el último de los patriotas norteamericanos que no temían a Dios y que poseían almas europeas.
Tenía 82 años, sin hijos, se había graduado en la Universidad de Harvard. Era un agente de seguros de vida jubilado, cofundador de la sección local de los Alcohólicos Anónimos.
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La esquela mortuoria que aparecía en el Indianápolis Star señalaba que él personalmente no había sido un alcohólico.
Esta aclaración era en parte un resabio del pasado, me parece. Sé que solía beber, aunque el alcohol nunca perjudicó seriamente su trabajo ni lo puso eufórico. Sólo que de pronto dejó de beber. Y seguramente se presentó en alguna de las reuniones de los Alcohólicos Anónimos, como deben hacerlo todos sus miembros, diciendo su nombre y agregando esta valiente confesión: Soy alcohólico.
En efecto, en la amable declaración del periódico en el sentido de que nunca había tenido problemas con el alcohol anidaba la anticuada intención de preservar de toda mancha a los que teníamos el mismo apellido.
A todos nos hubiera resultado más difícil hacer un buen matrimonio o conseguir un buen trabajo en la ciudad, si se hubiese sabido con certeza que habíamos tenido parientes que fueron una vez borrachos o que, como mi madre y mi hijo, habían enloquecido aunque sólo temporalmente.
Incluso el hecho de que mi abuela paterna había muerto de cáncer era un secreto.
Calcule usted.
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En todo caso, si mi tío Alex, el ateo, se encontró después de su muerte ante San Pedro y las puertas del cielo, estoy absolutamente seguro de que se presentó diciendo:
—Me llamo Alex Vonnegut. Soy alcohólico.
Bravo, tío.
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Supongo que no fue únicamente el temor a alcoholizarse lo que le llevó a los Alcohólicos Anónimos, sino también la soledad. A medida que sus familiares fallecieron o se alejaron de la ciudad, o simplemente se convirtieron en piezas intercambiables de la maquinaria norteamericana, comenzó a buscar nuevos hermanos y hermanas y sobrinos y sobrinas y tíos y tías, a los cuales encontró en la asociación de Alcohólicos Anónimos.
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Cuando yo era niño, él solía indicarme lo que debía leer, y luego se preocupaba de comprobar si lo había leído. Le divertía llevarme de visita a casas de parientes que yo nunca había sospechado que tenía.
Una vez me dijo que había sido espía en Baltimore durante la Primera Guerra Mundial, y se había encargado de establecer contacto con norteamericanos de origen alemán. Su misión consistía en descubrir agentes enemigos. No descubrió nada porque no había nada que descubrir.
También me contó que durante un tiempo, antes de que sus padres le dijeran que había llegado el momento de volver a casa y sentar la cabeza, se había dedicado a investigar la corrupción que existía en la ciudad de Nueva York. Reveló un escándalo relacionado con enormes sumas gastadas en el mantenimiento de la tumba de Grant, que en realidad necesitaba muy poco mantenimiento.
Hi ho.
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Recibí la noticia de su muerte a través de mi teléfono blanco de teclado, cuando me hallaba en mi casa situada en esa parte de Manhattan conocida como la Bahía de las Tortugas. Había un filodendro por allí cerca.
En realidad todavía no sé muy bien cómo llegué aquí. No hay tortugas ni hay bahía.
Quizás yo sea una tortuga, capaz de vivir en cualquier parte, incluso bajo el agua durante breves períodos, con mi casa a la espalda.
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De modo que llamé a mi hermano a Albany. Él iba a cumplir los sesenta. Yo tenía cincuenta y dos.
No éramos ningunos pichones, ciertamente.
Pero Bernard aún seguía representando el papel de hermano mayor. Fue él quien se hizo cargo de comprar los billetes en la Trans World Airlines, alquilar el coche en el aeropuerto de Indianápolis y de reservar una habitación doble con camas separadas en la Ramada Inn.
El funeral mismo, como los funerales de nuestros padres y los de tantos otros parientes cercanos, fue tan vacíamente secular, tan desprovisto de ideas acerca de Dios o de la otra vida, o incluso acerca de Indianápolis, como nuestro hotel.
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Así fue cómo mi hermano y yo nos instalamos en un reactor que partía de Nueva York con destino a Indianápolis. Yo ocupé el asiento del pasillo y Bernard el de la ventana. Después de todo era un científico especializado en el estudio de la atmósfera, y las nubes le decían mucho más a él que a mí.
Ambos pasábamos el metro ochenta, conservábamos gran parte de nuestro cabello, que era castaño, y lucíamos idénticos bigotes, a su vez copias del bigote de nuestro difunto padre.
Teníamos un aspecto inofensivo, un par de viejos y simpáticos personajes recortados de alguna historieta.
Había un asiento vacío entre nosotros, lo que no dejaba de tener cierta poesía espectral. Podría haber sido el asiento de nuestra hermana Alice, cuya edad se situaba justamente entre la de Bernard y la mía. Ella no se encontraba en ese asiento para acudir al funeral de su querido tío Alex porque había muerto de cáncer entre extraños, en Nueva Jersey, a los 41 años.
—¡Radionovelas! —nos dijo a mi hermano y a mí, una vez que hablábamos de su muerte inminente. Dejaba cuatro niños pequeños.
—Payasadas —añadió.
Hi ho.
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Pasó el último día de su vida en un hospital. Los médicos y las enfermeras le dijeron que podía fumar y beber cuanto quisiera y que podía comer todo lo que se le ocurriera.
Mi hermano y yo fuimos a verla. Respiraba con dificultad. En otro tiempo había sido tan alta como nosotros, lo cual resultaba bastante incómodo para ella puesto que era una mujer. A causa de eso nunca había mantenido una postura adecuada. Ahora parecía un signo de interrogación.
Tosió, se rió. Hizo un par de bromas que ya no recuerdo.
Luego nos pidió que nos fuéramos.
—No miréis para atrás —nos dijo.
Así que no lo hicimos.
Falleció más o menos a la misma hora en que murió el tío Alex: una o dos horas después de la puesta del sol.
Y su muerte no habría tenido ninguna importancia desde un punto de vista estadístico, a no ser por un detalle que es el siguiente: James Carmalt Adams, su saludable marido, director de una revista mercantil que publicaba en un cubículo de Wall Street, había fallecido dos días antes a bordo de The Brokers Special, el único tren de la historia del ferrocarril norteamericano que se ha lanzado al vacío debido a que un puente levadizo no había sido bajado.
Calcule usted.
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Esto ocurrió realmente.
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Bernard y yo no dijimos nada a Alice de lo que le había ocurrido a su marido; el cual debía hacerse cargo de los niños después de su muerte, pero ella se enteró de todos modos. Una paciente externa le enseñó un ejemplar del Daily News de Nueva York. Los titulares de la primera página hablaban del desastre del tren. Sí, y además venía una lista de los muertos y desaparecidos.
Como Alice no había recibido ningún tipo de instrucción religiosa y había llevado una vida intachable, nunca pensó que su mala suerte fuese otra cosa que una serie de accidentes en un lugar muy concurrido.
Bravo, Alice.
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El agotamiento, seguramente, y serios problemas económicos también, le hicieron decir hacia el final de sus días que tenía la impresión de que en realidad no era muy apta para vivir.
Pero también es cierto que lo mismo le ocurría a Laurel y Hardy.
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Mi hermano y yo nos habíamos hecho cargo de su casa. Después de su muerte, sus tres hijos mayores, que se hallaban entre los ocho y los trece años de edad, celebraron una reunión a la que no se permitió la entrada a los adultos. Luego salieron y nos pidieron que respetáramos dos peticiones: permanecer juntos y conservar sus dos perros. El niño menor, que no asistió a la reunión, era un bebé de un año más o menos.
Desde entonces, yo y mi esposa, Jane Cox Vonnegut, nos encargamos de criar a los tres mayores junto con nuestros tres hijos, en Cape Cod. El bebé, que vivió con nosotros durante un tiempo, fue adoptado por un primo de sus padres, que actualmente tiene el cargo de juez en Birmingham, Alabama.
Así sea.
Los tres mayores conservaron sus perros.
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Ahora recuerdo lo que uno de sus hijos, que se llama Kurt como mi padre y como yo, me preguntó mientras íbamos en el coche de Nueva Jersey a Cape Cod, con los dos perros en la parte trasera. El chico tenía unos ocho años.
Viajábamos en dirección norte de modo que para él estábamos subiendo. íbamos solos. Sus hermanos habían partido antes.
—¿Son simpáticos los chicos allá arriba? —preguntó.
—Sí —contesté.
Actualmente es piloto de una línea aérea.
Todos han dejado de ser niños y se han convertido en alguna otra cosa.
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Uno de ellos se dedica a la crianza de cabras en la cima de una montaña en Jamaica. Ha hecho realidad uno de los sueños de mi hermana: vivir lejos de la locura de las ciudades y con animales por amigos. No tiene teléfono ni electricidad.
Depende totalmente de la lluvia. Está perdido si no llueve.
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Los dos perros han muerto de viejos. Solía revolcarme con ellos por las alfombras durante horas y horas, hasta que quedaban exhaustos.
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Sí, y los hijos de mi hermana ahora hablan con mucha franqueza acerca de un delicado asunto que solía preocuparles mucho: no encuentran ni a su padre ni a su madre en sus recuerdos, no los encuentran por ninguna parte.
El que se dedica a la crianza de cabras se llama James Carmalt Adams, como su padre, y una vez me dijo lo siguiente, mientras se daba unos golpecitos en la cabeza con las puntas de los dedos:
—No es el museo que debería ser.
Creo que los museos de las mentes infantiles se vacían automáticamente en un momento de horror extremo para proteger a los niños de un dolor eterno.
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Para mí, en cambio, haber olvidado de inmediato a mi hermana habría sido una catástrofe. Nunca se lo dije a ella, pero siempre fue la persona para quien escribí. Ella era el secreto de cualquier unidad artística que pueda haber conseguido, el secreto de mi técnica. Sospecho que cualquier creación que posea alguna forma de totalidad y armonía fue llevada a cabo por un artista o un inventor que tenía un público en la mente.
Así es, y ella tuvo la bondad, o más bien, la naturaleza tuvo la bondad de permitirme sentir su presencia durante cierto número de años después de su muerte, de permitirme seguir escribiendo para mi hermana. Pero con el tiempo empezó a desdibujarse, quizás porque ella tenía cosas más importantes que hacer en otra parte.
Sea como sea, cuando murió el tío Alex ella ya había dejado de ser mi público.
De modo que el asiento entre mi hermano y yo me parecía especialmente vacío. Lo llené como mejor pude con el ejemplar de The New York Times de ese día.
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Mientras mi hermano y yo esperábamos que el avión despegara en dirección a Indianápolis, me contó una anécdota de Mark Twain acerca de una ópera que había visto en Italia. Twain decía que no había escuchado nada igual «...desde el incendio del orfelinato». Nos reímos.
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Me preguntó cortésmente cómo iba mi trabajo. Creo que lo respeta pero no puede evitar sentirse desconcertado.
Le contesté que me tenía hasta la coronilla, pero que siempre me había tenido hasta la coronilla. Mencioné un comentario que había escuchado atribuido a la escritora Renata Adler, que odia escribir, y que habría dicho que un escritor es una persona que odia escribir.
También le conté que después de otra de mis múltiples quejas acerca de mi desagradable profesión, Max Wilkinson, mi agente, me escribió lo siguiente: «Querido Kurt: Jamás he conocido a un herrero que estuviese enamorado de su yunque».
Volvimos a reírnos, pero creo que mi hermano no comprendió totalmente el chiste. Su vida ha sido una interminable luna de miel con su yunque.
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Le dije que había visto algunas óperas recientemente y que para mí el escenario del primer acto de Tosca tenía exactamente el mismo aspecto que la Union Station de Indianápolis. Mientras se desarrollaba la obra, me imaginaba que ponía los números de las vías en las arcadas del escenario y repartía campanas y pitos a los integrantes de la orquesta y soñaba con una ópera acerca de la edad del caballo de hierro en Indianapolis.
—Gente de la generación de nuestros abuelos se mezclaría con nosotros cuando éramos jóvenes —le expliqué—, y con todas las generaciones intermedias. Se anunciarían las llegadas y las salidas. El tío Alex partiría a desempeñar su trabajo de espía en Baltimore. Tú volverías a casa después de tu primer año en la Universidad. Habría hordas de parientes mirando a los viajeros que van y vienen... y negros para llevar los equipajes y lustrar los zapatos.
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—De vez en cuando en mi ópera —le dije— el escenario se volvería de color barro a causa de los uniformes. Eso sería una guerra.
»Y luego se volvería a despejar —añadí.
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Una vez que hubo despegado el avión, mi hermano me mostró un pequeño instrumento científico que había traído consigo. Era una célula fotoeléctrica conectada a un pequeño magnetofón. Dirigió el ojo eléctrico hacia las nubes. Éste percibía relámpagos que eran invisibles para nosotros por la brillante luz del día.
El magnetofón reproducía estos relámpagos en forma de clics, que podíamos escuchar a través de un pequeño audífono.
—Allí hay una buena —anunció mi hermano, señalando un cúmulo distante, una especie de montaña de nata batida.
Me hizo escuchar los clics. Primero dos rápidos, luego silencio, luego tres y nuevamente silencio.
—¿A qué distancia está esa nube? —le pregunté.
—Oh, a unos cien kilómetros más o menos —respondió.
Pensé en lo hermoso que era que mi hermano pudiese descubrir secretos en forma tan simple y a tanta distancia.
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Encendí un cigarrillo.
Bernard ha dejado de fumar porque es muy importante que viva más tiempo. Todavía tiene que criar dos niños.
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Así es, y mientras mi hermano pensaba en las nubes, la mente que yo recibí imaginaba el argumento de este libro. Una historia acerca de ciudades desoladas y canibalismo espiritual, de incesto y soledad, de desamor y muerte, y todo lo demás. Nos describe a mí y a mi hermana como monstruos, y cosas por el estilo.
Todo lo cual me parece muy natural puesto que lo imaginé camino de un funeral.
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Verán, es la historia de este espantoso anciano que vive en las ruinas de Manhattan, donde casi todo el mundo ha muerto a causa de una misteriosa enfermedad llamada «La Muerte Verde».
Vive allí con su raquítica y analfabeta nieta Melody, que además está embarazada. ¿Quién es realmente este anciano? Supongo que soy yo mismo... experimentando con la idea de ser viejo.
¿Quién es Melody? Durante un tiempo creí que era todo lo que conservaba del recuerdo de mi hermana. Ahora pienso que representa lo que, cuando experimento con la idea de la vejez, queda de mi optimista imaginación, de mi creatividad.
Hi ho.
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El anciano está escribiendo su autobiografía. La inicia con las palabras que, según mi tío Alex, los escépticos religiosos deberían usar como preludio para sus oraciones nocturnas.
Estas palabras son: «A quien pueda incumbir».